foto: Caretas, Mayo 1982 |
En estos días, para
tranquilidad de mi alma y mi cordura psiquiátrica, varios escritores locales se
han propuesto desbaratar toda esa serie de vergonzosas retahílas que pretendían
ubicar a nuestro país como el origen de muchas de las corrientes musicales que
hoy pueblan el universo sonoro en el mundo. Ya era hora, pues hasta hace un
año, cada 3x4 saltaban una sarta de energúmenos ciudadanos lanzando orondos y
descarados axiomas donde encontrábamos que el heavy metal se inventó en el Perú, que la fusión es una ocurrencia local, que Melcochita le enseñó a cantar a
Jim Morrison o que el punk rock se
inventó en Lince… A esto podríamos incluir un par de notas y un libro de mi
autoría sobre estos temas que, en el desbarrancado atolondramiento de los
mitómanos, algunos no han tenido más remedio que aceptar que exageraron un
poquito, y reconocer que el heavy no es cholo y que el punk nunca fue una
genialidad peruana.
La verdad, nuestro
país suele estar siempre en la cola y en la monería imitativa, antes que en el
desarrollo de una identidad local y propia. Precisamente, hace una semana subí
al Muro de esa comunidad de Facebook llamada FaceRock, una nota aparecida en la revista Caretas, en Mayo del 82,
donde se hablaba de “una fiesta punk”, eventos que ya se daban en nuestra
ciudad desde 1979, donde el requisito inapelable para entrar, era que tenías que disfrazarte de punk. Por supuesto, entre la concurrencia debe haber
habido (tiene que haber habido) alguien a quien el punk le haya interesado de
manera menos frívola, y buscaría saber qué se siente estar con un atavío punkeke
y estar rodeado de imperdibles, corbatitas delgadas y de tanta gente vistiendo tan
rebeldes y relampagueantes uniformes.
Foto: Caretas, Mayo1982 |
Yo entendí siempre
que el punk, antes que los mechones coloreados, los mohicanos atrevidos y la
música atronadora, era una actitud ante el mundo; una manera de encarar la
furia y la hostilidad de un planeta que nos cantaba en todos los idiomas, que
tus sueños nunca se van a cumplir. Era la búsqueda de un espacio, de un lugar
donde poder sentir que uno no estaba solo. Muchos, en ese inmenso y sordo
aislamiento, al menos queríamos saber a qué suenan los Ramones y qué volumen
tienen los Pistols. Recuerden que era finales de los 70s e inicio de los 80s, todavía
no había Internet y el Cable no era lo que hoy es. Por lo tanto, conseguir
música era imposible. Al menos imposible para tipos como yo, que sólo podríamos
acercarnos a los fenómenos del rock a través de alguna nota en una revista o
teniendo la suerte de contar con un amigo que tenga discos. Así que, en parte,
el chiste de ir “a esas fiestas”, era poder saber a qué suenan los Buzzcocks,
cómo son The Jam y conocer el nuevo sonido que traían los New Waves y los
tecno-pop’s.
Antes de la aparición en Lima del llamado Rock Subterráneo, las pintas “punkis” las encontrábamos únicamente
en las fiestas de El Mediterráneo (en Miraflores), la No Disco (en Shell) o en
la BizPix (en Pardo). Nunca estuve en esos lugares. No tuve la suerte o el
dinero para ir a esos sitios. Pero es innegable que, nos guste o no, fueron ésos los territorios donde algunos iniciaron sus correrías por el mundo del
punk rock y de la música en general, y donde algunos, venga la paradoja,
encontraron su identidad entre tanta “monería imitativa”.
(Daniel F)