domingo, 27 de abril de 2014

EL VASO MALDITO y LA VECINA DEL PISO CONTIGUO



Lo compré en una de esas ‘gangas’ que suelen exhibir en los aparadores, uno de esos monstruos de la buena venta y las buenas liquidaciones que últimamente se van reproduciendo como hongos en todo el país. Era un vaso destinado a qué se yo… porque de pompas sociales no sé mucho. Sé que hay copas y vasos para cada ocasión, pero como buen rudimentario que soy, yo uso cualquier vaso para la gaseosa, el jugo o para el agua a la hora de lavarme los dientes.

Lo que pasa es que me gustó su pinta, sus tornasoles extraños y lo sólido de su estructura. Tenía cuerpo hexagonal, pero su boca (¿se dice así?) tenía doce lados. Me pareció curioso y lo llevé. Lo puse en uno de los aparadores con paredes de vidrio que está en la cocina, junto a las copas, vasos, tasas y demás vituallas para el brindis del momento, cosa que lo miraríamos todos los días, mientras cocinábamos, le dábamos de comer a los gatos o lavaba la vajilla.

Y es que el comercio y el protocolo social, nos instruyen y aclaran que hay vasos y copas para cada momento. No se permite beber un poco de agua en una copa destinada al vino o tomar champagne en un garrafón chelero, o beber Wisky en una taza. Las damas y los caballeros del rito social, se molestarían contigo. 



Pero bueno, a los dos días, a mí se me cae un plato y se hace cien pedazos. Mi mujer entró corriendo a la cocina y me preguntó qué había ocurrido… Le dije que se me había resbalado un plato mientras lo lavaba, y se exaltó como nunca, me dijo mi vida entera (la parte menos bonita) y yo, como cojudo, le comencé a responder cual troglodita y todo eso acabó en un zafarrancho que terminó con mi clásica y silenciosa salida de la casa para evitar tragedias mayores.

Al rato regresé y la encontré más calmada. Yo también ya estaba menos huevón, y nos abrazamos un rato, y todo solucionado. Carajo, ni que fuera un plato herencia de una bisabuela que lo trajo de Tarapacá a inicio del 900… o que fuera parte de una invaluable colección de la dinastía Ming!... 

Pero lo extraño es que –con mi sosegada consorte- comenzamos a tener peleas por demás idiotas. Cualquier minucia servía de detonante para agarrarnos en dialécticas trompadas, y ver quién tenía el volumen más alto a la hora de la discusión. Y todas acababan con mi clásica salida de la casa y comencé a tener por costumbre dormir en las bancas del barrio, esperando que amanezca, y que el nuevo día traiga un poco de sosiego al hogar, ese hogar que con tanto esfuerzo hemos estado levantando.

Alguien que nos visitó, muy sensible él, nos dijo que en la casa había una carga extraña. No era la clásica cantaleta que hay espíritus raros o cucos que pasean su pena por la vivienda y que terminan contagiando sus malos humores a todos los residentes del inmueble. No. Esto era otra cosa. Era muy puntual –nos dijo. Nosotros (mi pareja y yo) somos bastante creyentes en estos asuntos. Tanto ella como éste desenfrenado pechito, hemos tenido experiencias o convivido con sucesos que escapan a lo tradicional, y nuestros encuentros con lo paranormal siempre han sido pan de cualquier día.

Y esto coincidió con un hecho extraño en mi edificio. Un día que salí de compras, como cualquier pastrulo de mi barrio, salió una señora de una de las ventanas de mi edificio y comenzó a gritar –dirigiéndose a mí- y dijo que yo estaba maldito y que me ayude Dios

Yo pensé que la señora –ya bastante entrada en años- había escuchado alguno de mis discos y había salido por su ventana a pregonar mi talento y mis buenas rimas, y que rubricaba su proclama con una bendición de su Dios, lo cual agradecí con una sonrisa y un ademán muy cortés.  Como cosa curiosa, en el edificio tampoco andaban muy cordiales las cosas. De pronto todos se ponían a discutir por cualquier nimiedad.   

Luego, en mi casa, en una tarde de limpiezas, estábamos sacando los vasos, copas y platitos del estante de la cocina, incluyendo nuestro singular vaso hexagonal por abajo y dodecágono por arriba. Y notamos que estaba más tornasolado que nunca. Es más, parecía que se estaba oxidando (si es que eso fuera posible), y estaba como ‘mutando’ a un color medio metálico. Nos pareció curioso, y lo dejamos ahí, en la mesa.

Y esa noche volvimos a estar de mal humor. Hasta los gatos de la casa (que son 3) se comportaban de una manera no tan habitual. Y en esta nueva pelea, ella se encerró en su cuarto (con todos los gatos) y yo me quedé en el comedor. Apagué las luces y ya me disponía a salir de la casa, cuando, en eso, vi el vaso ese que estaba en la mesa, lo agarré, y el dichoso objeto estaba tibio y tenía un refulgente aunque mediano brillo… Y justo cuando lo tenía en mis manos, suena el timbre de la puerta. Yo salgo con el vaso en la mano, y era la señora loca del piso contiguo, que apenas vio el vaso, se aterrorizó de tal manera que me dijo mi vida (la parte menos bonita) y que, si seguía con “eso”, ni Dios me iba a ayudar.

Miré el vaso, miré a la tía totalmente perturbada, y desde mi quinto piso bajé con el receptáculo por las escaleras… Me crucé con una vecina que no le gusta subir por el ascensor, y le mostré el vaso, ella lo vio y dijo… “¡Mira, tu vaso se está quebrando”. Y de verdad que el vaso había comenzado a dibujar notorias grietas, como si fuera a estallar. Yo lo seguía sosteniendo y la cosa comenzó a calentarse y a seguir agrietándose. De arriba la señora loca me gritaba (me imploraba) que de inmediato me deshaga de ese vaso maldito… 



Crucé la avenida y llegué hasta un parque. Allí vi a unos señores haciendo fogata. Aproveché aquella pira y lance el quebrado vaso a la hoguera… Comencé a oír el crujir de algo que se rompe y algo que asemejaba un sordos grito humano… O gritos de animal… O los dos combinados. Los señores que atizaban el fuego, me miraron con cara de susto y me dijeron “¿qué has tirado ahí, flaco?”… “Un vaso”, les dije… Y volvieron su vista al fuego y las llamas tomaron unas formas un tanto fantasmagóricas, obligando a los tíos a correr… Yo me quedé mirando el fuego y seguí oyendo cosas que no voy a repetir porque luego me dicen que ‘pa qué fumo’… Hasta que ya no se oyó nada. Nada más que el clásico crepitar de las ramas cuando arden.  



Me regresé a la casa y me encontré con toda la familia y algunos vecinos, como esperándome o esperando respuestas ante todo ese mediano alboroto que había acontecido. “¿Qué pasó?”, preguntaron. “Nada, solo fui a botar un vaso roto”. La vecina loca tenía otro semblante. Ahora lanzaba sus ojos con una sugestiva sonrisa. Era la mirada más amigable que le he visto a mi vecina. 

Desde ese día, volvió la calma a la casa y todo regresó a los carriles y a los equilibrios más normales y llevaderos. Incluso el edificio retomó su tranquilo caminar. 
Lo que es yo, ni más compro ni mierda sin consultarle antes a un parasicólogo o a la vecina loca del piso contiguo.